Diario del Profe

Pedagogía y literatura

lunes, febrero 12, 2007

HISTORIA DE DROGAS


El siguiente es un acontecimiento real, de esos que parten el alma. Su personaje es un paisano, oriundo de Girardot, Cundinamarca, Colombia, a quien conocí en mi época de escolar en la primaria y a quien envidié porque tenía el poder de coquetear con las colegialas como resultado de su buena actuación como deportista y además, porque tenía principios y valores ancestrales que lo presentaban como modelo ante los que éramos más chicos que él.

Julián - yo cambio su nombre -, a quien traté muy esporádicamente aún en la Universidad Nacional, pues nunca fuimos amigos como tal, él en su ingeniería y yo en mi filología, hoy es un hombre decrépito, desgarbado, perdido en la inmensidad de la gran ciudad. Conserva una memoria brillante, lo pude constatar hoy veinte años después, pues me reconoció primero que yo a él cuando yo iba caminando por las calles de La Candelaria y llegaba a la Universidad de La Salle, donde trabajo. Soltó su caja envuelta en una bolsa negra, me miró con sus ojos hundidos y me dijo, "¡Gaitán, de la vieja guardia de Girardot!", y me estrechó sus brazos y sus manos y yo hice lo mismo ante el ruido del bar que está al frente y la mirada de los estudiantes.

¡Qué tristeza! No me fue difícil reconocerlo a pesar de su rostro partido por los errores de la vida, sus dedos golpeados por el frío, sus zapatos viejos y pesados." Julián - le dije - ¡el basquetbolista!" y él me volvió a decir "Gaitán, ¡cómo me acuerdo de usted!". Debo aclarar que siempre me asoció - no sé por qué - con un caudillo liberal asesinado en Bogotá un nueve de abril de 1948, " y aunque no me acuerdo de su nombre, sé que usted es Gaitán", me recalcó mientras hablábamos en pleno centro universitario, intelectual, académico, de calles coloniales y jóvenes enamorados que abrazados seguían rumbo al Chorro de Quevedo.

Julián me pidió dinero " para comer algo, yo ya no hago ni un sostenido", decía con entusiasmo," me echaron de la Nacional y ando por aquí", continuaba sin parar. Era tal su verbosidad que yo creí que las drogas les pueden acabar a uno la vida pero nunca la memoria porque esta víctima de ellas se despidió de mí echándose sus harapos al hombro, me apretó con mucha emoción y gratitud y me dejó pensando en qué paraje de la ciudad se detendrá a voltear canecas para seleccionar basura y comer de allí lo que le sirva para sostenerse de pie como un indigente más.

Lo perdí en El Museo Botero y me quedé pensando en aquel joven popular que vivía anamorado de las mejores chicas del colegio y era un ejemplo de la comunidad religiosa y de su familia. ¡Ah, qué dolor!